Aunque soy de Bilbao, y con eso debiera bastar, tengo que reconocer que muchas de las mejores cosas de mi vida me han pasado en Madrid. O cerca. Como este tiempo compartido con cincuenta y nueve profesores calasancios y con sus acompañantes. Los calasancios son unas personas extraordinarias, que piensan que educar es suscitar en los niños el amor a la verdad, porque es ella la que educa. Y que se meten cada día en las aulas y en los recibidores donde se encuentran con los padres, y en sus despachos, dispuestos a hacerlo realidad. Me contaron historias maravillosas de profesores que empezaban su clase con dos minutos de música clásica (a ver cuando pones otra vez a Schubert, que a mi me gustó La Trucha), aunque fuera de Mates (¿o porque era de Mates?), de profes de Historia que hacian dramatizar las lecciones, tú, de señor feudal, tú, de campesino, y tú, de rey, que la semana pasada hiciste de vasallo, y la anterior de caballo, que era peor. Y me hablaron de miedos y de ilusiones, mucha...