Abraham era un señor que decía que sí sin preguntar para qué, y por eso Dios lo eligió para iniciar la Historia de la Salvación. Dios le dijo que se fuera de su casa con todo lo que tenía, ofreciéndole como contrapartida una descendencia más numerosa que las estrellas que veía en el cielo. Tenía 75 años, y lo de la descendencia era como para hacerle dudar a uno de la credibilidad del interlocutor, por mucho Dios que fuera. Pero dijo que sí. Eran otros tiempos. Hoy mis hijos no van ni a por el pan sin preguntar por qué, para qué, o qué tal si hoy comemos sin pan. Seguramente, si Dios decidiera empezar hoy la historia de la salvación, la empezaría distinto. Y si quisiera empezarla igual, no nos elegiría a ninguno de nosotros. Porque la pregunta hoy es para qué. Y como dice Catherine LÉcuyer, en educación, más. A la pregunta por el cómo llevamos años respondiendo de la misma manera. ¿Qe cómo?: distinto. Porque los alumnos ya no son como los de antes, porque todo ha...
(o proponer sin tregua camelias sobre musgo)