¿Todavía andas con exámenes?, me preguntaba
Ignacio Villota, maestro de maestros, cuando nos encontrábamos los viernes de
hace diez o doce años en la tertulia de Radio Popular y le explicaba que tenía
por delante un largo fin de semana de correcciones. Para lo poco que importa la
escuela en este país, me ha sorprendido el despliegue con el que los medios han
recibido la innovación de los Jesuitas, que en muchos de sus colegios catalanes
han cambiado la manera de hacer las cosas: espacios diferentes para que niños
de edades distintas aprendan juntos, horarios que incluyen proyectos en lugar
de asignaturas, y una manera de evaluar que toma en cuenta muchas más cosas que
los exámenes. Estos han hablado con Ignacio, pensé. Pero qué va. Los jesuitas
catalanes, como Ignacio y como muchos otros, solo han tenido el arrojo a
afrontar la realidad y la valentía de poner los medios para cambiarla. La
realidad habla de un mundo que ha avanzado a velocidades supersónicas y de unos
colegios en los que las clases, en lo fundamental, son iguales que las de 1950:
aquí un profesor, y ahí, enfrente, unos alumnos. Siempre más alumnos, antes 40 y ahora 30, de
los que alguien que no tenga una competencia comunicativa singular puede
conquistar para la causa del aprendizaje. Y se empieza a cambiar esa realidad cambiando
al profesor. Enseñándole a hacer de otra manera, sí, pero sobre todo,
enseñándole a ser de otra manera. No el depositario del saber, porque ahora hay
muchos depósitos para el saber, y alguno nuestros alumnos lo llevan en el
bolsillo, sino el que, en este mundo de información saturada, contradictoria, o superficial y
vana, ayuda a los niños y jóvenes separar lo relevante de lo irrelevante, a
distinguir el grano, de la paja, el bosque, del árbol, la velocidad, del
tocino, y el culo, de las témporas.
Lo mejor de la entrada de la innovación en la escuela es que los maestros descubrimos que las cosas se pueden hacer mejor, y no igual que siempre. Lo peor, que muchos acabamos pensando que todo lo nuevo es bueno, y que lo anterior es malo. Estábamos perdiendo el equilibrio y tocaba recolocarse. Este ensayo de Alberto Royo ayuda a recuperar el equilibrio. Nos recuerda que la escuela está para enseñar y que a la escuela se va a aprender: " el profesor ha de servir al conocimiento, y ser la vía de transmisión hacia el alumno ". Dos cosas que se nos estaban olvidando, de tanto poner la felicidad en el apartado de los objetivos de la escuela, y de tanto subrayar que al maestro le toca sacar (de no se sabe qué parte de los alumnos lo que estos ya sabían pero no sabían que sabían) y no meter (en ellos, el conocimiento que no tenían). ¿Que cuánto tiene que saber un maestro? Mucho. ¿Que como tiene que transmitirlo? Muy bien. Usando la metodología que mejor se adapta a cada momento.
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