Mi hijo
Xavi, de trece años, no lee nada. Por no leer, no lee ni los enunciados de los
problemas de Matemáticas. Ni las preguntas de los exámenes lee. Cuando lo
comento, la gente me mira extrañada y me dice que qué caso más extraño, siendo
hijo de un profesor, y con todos los libros que tengo en casa. Entonces yo les
explico que con muchos niños hemos hecho como aquellos domingueros aficionados
que se piensan que para hacer un fuego basta con apilar leña y acercar una
cerilla, ignorando que entre tronco y tronco tiene que haber sitio para el
oxígeno. Sin oxígeno, no hay fuego.
Yo le
cuento historias, y él descansa en ellas, juega con ellas, se duerme con ellas.
A veces me las invento, y a veces las leo. En las últimas semanas le he leído
El niño con el pijama de rayas, y los martes se lo ha llevado al Instituto para
seguir leyendo en clase de Lengua. Ayer por la noche llegué tarde a casa, y me
estaba esperando para contarme que Bruno había entrado al campo, que Shmuel le
había dado un pijama de rayas, y que se habían puesto a jugar, qué bien, y que
solo le quedaban seis páginas, que parecía que la historia iba a acabar bien.
Por la
noche, al acostarnos, terminé de leerle la historia. Sus ojos se abrieron mucho
cuando acabé, y su boca dibujó una o pequeñita.
Mi hijo
Xavi, de trece años, no lee nada, pero le emocionan las historias, y cada noche
me pide una.
Y os juro que no dejaré de contarlas ni aunque me las pida con
diecisiete, porque un padre no puede negar el oxígeno a sus hijos.
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