Tumbado en la cuna, con unos meses de edad, sus ojillos se movían inquietos de un lado a otro. Su madre, inclinada sobre él, le iba mostrando, una tras otra, láminas con dibujos a la vez que decía en voz alta y clara la palabra del objeto o del animal representado en la lámina: vaca, casa, caballo, coche... Y cuando se acababan las láminas, vuelta a empezar: vaca, casa, caballo, coche... Estaba convencida de que recibir muchos estímulos externos - cuanto antes, y más, mejor - contribuiría a que el niño fuera más inteligente. Estaba convencida, también, aunque no había pensado nunca en ello, de que el proceso de aprendizaje se iniciaba fuera de la persona. Y no es así. Los niños llevan de serie un motor interno que les ayuda a descubrir so-los. ¿Sabéis cual es? El asombro. (Lee a Catherine L´Ecuyer, "Educar en el asombro")
(o proponer sin tregua camelias sobre musgo)