En junio, cuando las Consejerías de Educación se pusieron a elaborar protocolos y planes de inicio, parecía que tenerlo todo reglado iba a evitar contagios: 1,5 m., mascarilla, higiene de manos, toser con tino, marcas en el patio, no tocar la flauta y entrar y salir ordenados. No repararon en que muchas de nuestras escuelas tienen pasillos estrechísimos, patios pequeños, mil recovecos que los alumnos aprovechan para esconderse, pero nada parecía importar en aquel junio feliz de la desescalada veloz.
Así, con un protocolo de treinta páginas copiado al colegio de enfrente, un poco de orden y mucha vigilancia, todos los alumnos podrían completar cada día el horario de manera presencial, e irse a sus casas con la doble satisfacción de haber aprendido lo que tocaba y de haber esquivado el virus.
Solo hace mes y medio, pero eran otros tiempos. Aquel fin de curso que inauguraba la nueva normalidad, preñado de sueños de un verano dichoso y un otoño venturoso.
Y ahora, nada. A la mierda todo. Segunda oleada, cientos de rebrotes, miles de contagiados nuevos, pueblos confinados, comunidades que ven venir el estado de emergencia sanitaria, negocios abiertos que vuelven a cerrar… y los protocolos y los planes como los dejamos antes de salir de vacaciones.
Y así, como dicen los pediatras, y los ministros, que “las escuelas tienen que abrir”, abordamos el tiempo de la escalada con criterios de desescalada.
Muy bien no pinta, esto.
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