Toleramos poco el error: eso no se puede fallar, cómo no te das cuenta, es imperdonable... Y así, un día tras otro. Hay quien califica a los errores de "infantiles", suponiendo, no sé a qué mundo pertenecen, que los niños fallan y los adultos no.
Hace algunos meses ocupaba plaza de delegado en el banquillo local, y mi equipo ganaba 2-1. El contrario se lo jugaba todo, apretaba, y el empate estaba al caer, pero en una contra, en el minuto 87, marcamos el tercero. Los juveniles rivales maldecían su suerte con palabrotas irrepetibles y alguno se fue al suelo, completamente desolado. A segunda.
Escuché la voz del entrenador que salía del otro banquillo, la misma voz que llevaba una hora corrigiendo, animando...
-"¡hay que estar ahí!", gritó.
Nada de lugares comunes, como vamos chavales, que queda tiempo (no quedaba tiempo), hay que pelear hasta el final, y cosas así, no. Invitaba a estar ahí, a mirar el fracaso a la cara, a sentirlo. Alguien diferente, pensé.
Me acordé de él viendo la cara de Unai Simón camino de la portería a recoger el balón tras el error que dió lugar al gol de Croacia. Los ojos abiertos, la boca cerrada, serio, sereno, escuchando sin poder oir las perrerías que comentarístas y aficionados de medio mundo estarían diciendo sobre él, procesando vergüenza, tratando de tener a la mente, de sujetarla, de deshelar la sangre....
Unai estaba ahí. Completamente él.
Llegó a la red, miró el balón, lo cogió, lo devolvió a su sitio...
... y siguió a lo suyo. A jugar de portero maravillosamente.
Hay que estar ahí. Y mirar al error a la cara.
No es un mala idea para llevar puesta.
Y más, siendo maestro.
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