Yo creo que a los profesores nos iría mejor si dedicáramos tiempo a auto - evaluarnos de vez en cuando. Pero la verdad es que nos cuesta hacer cosas tan in - útiles.
Con bastante gracia, Joan Vaello nos habla en su magnífico libro “El profesor emocionalmente competente” de la existencia entre nosotros de los llamados “profesores – manguera”. Se trata de aquellos que “desde una posición de superioridad, piensan que lo hacen muy bien, que ya saben demasiado y que nadie tiene nada que enseñarles, despreciando cualquier aportación ajena”. También es cierto que a su lado, compartiendo el mismo trabajo y peleando por el mismo proyecto educativo, están los “profesores - esponja”, esos que desde el reconocimiento de que no lo saben todo y de que les queda un largo camino por delante, se dejan la piel buscando formación (siempre me acuerdo de Jose Manuel, cuando se despedía de mí en junio pidiéndome algo bueno para leer ese verano).
Y las personas necesitamos objetivos para dar
sentido al aquí y al ahora.
Con bastante gracia, Joan Vaello nos habla en su magnífico libro “El profesor emocionalmente competente” de la existencia entre nosotros de los llamados “profesores – manguera”. Se trata de aquellos que “desde una posición de superioridad, piensan que lo hacen muy bien, que ya saben demasiado y que nadie tiene nada que enseñarles, despreciando cualquier aportación ajena”. También es cierto que a su lado, compartiendo el mismo trabajo y peleando por el mismo proyecto educativo, están los “profesores - esponja”, esos que desde el reconocimiento de que no lo saben todo y de que les queda un largo camino por delante, se dejan la piel buscando formación (siempre me acuerdo de Jose Manuel, cuando se despedía de mí en junio pidiéndome algo bueno para leer ese verano).
Pues bien, hay tantos “profesores – manguera”, o tantos
profesores que comparten con ellos alguna de sus características, que no es
raro encontrarnos con esta pega: la poca utilidad, o poca rentabilidad, de la práctica
de la autoevaluación. Cuesta mucho invertir un segundo de nuestro tiempo en
cosas que no sirven para nada. ¿Cuántos pondríamos entre las tareas
importantes, y no urgentes, de las de hacer sin prisas, la de autoevaluación?
¿Y la de la formación? ¿Cuántos tendríamos corriendo por nuestras venas, el
virus del profesor – manguera?
Lamentablemente, se ha extendido demasiado entre nosotros esa
mentalidad utilitarista, que nos lleva a considerar rentable sólo aquello que
produce réditos contantes y sonantes, y a corto plazo. Y plantados en esa
mentalidad, nos repatea asistir a reuniones “en las que no se toman decisiones,
porque no sirven para nada”, iniciar trabajos burocráticos, “porque no sirven para
nada”, o evaluar la marcha de las cosas, “porque al final las cosas siempre
siguen igual”. ¿Y esto para qué?, nos preguntamos cada vez que alguien nos
viene con algún encargo que nos saca del aquí y del ahora. La pregunta es
pertinente, faltaría más, pero las únicas respuestas que valen no son las que
añaden más valor en términos exclusivamente economicistas.
Nuestras rutinas nos protegen, nos dan seguridad. El mismo
horario durante treinta y cinco semanas al año deja poco margen a la sorpresa y
facilita que nos movamos permanentemente en entornos conocidos y que dominamos
bien. Pero las rutinas nos encajonan en el aquí y en el ahora. Y el aquí y el
ahora nos acaban condenando a un quehacer estresante, ahogan la creatividad,
matan las ganas de estudiar y de leer y de aprender. El aquí y el ahora nos
condenan a un día a día con la mirada puesta en el paso siguiente, en la clase
siguiente, en la siguiente reunión, en llegar vivo al viernes, o en llegar vivo
al puente siguiente, o a Navidad. El aquí y el ahora nos condenan a un quehacer
sin objetivos.
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