Abraham era un señor que decía que sí sin
preguntar para qué, y por eso Dios lo eligió para iniciar la
Historia de la Salvación.
Dios le dijo que se fuera de su casa con todo
lo que tenía, ofreciéndole como contrapartida una descendencia más numerosa que
las estrellas que veía en el cielo. Tenía 75 años, y lo de la descendencia era
como para hacerle dudar a uno de la credibilidad del interlocutor, por mucho
Dios que fuera.
Pero dijo que sí. Eran otros tiempos. Hoy mis
hijos no van ni a por el pan sin preguntar por qué, para qué, o qué tal si
hoy comemos sin pan. Seguramente, si Dios decidiera empezar hoy la historia de
la salvación, la empezaría distinto. Y si quisiera empezarla igual, no nos
elegiría a ninguno de nosotros.
Porque la pregunta hoy es para qué. Y como dice Catherine LÉcuyer, en educación, más.
A la pregunta por el cómo llevamos años respondiendo de la misma manera. ¿Qe cómo?: distinto. Porque los alumnos ya no son como los de antes, porque todo ha cambiado mucho, porque vamos decimooctavos en PISA, detrás de Eslovenia, porque tenemos que adaptarnos al mundo digital, y tufihuelas por el estilo.
Preguntarnos más veces para qué y menos cómo nos habría ahorrado unos cuantos viajes de ida a ninguna parte.
Y la vuelta, después.
Comentarios
Publicar un comentario