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El diálogo que nunca tuvo lugar

- Oye, dieciséis suspensos de veinticuatro alumnos, ¿no son muchos?

- A mí no me lo parece. No han hecho nada en toda la evaluación.

- Hombre, nada, nada, dos tercios de la clase, durante treinta y seis horas de clase...

- Nada de nada.

- ¿Y has pensado en lo que podría no haberte salido como querías?

- ¿Qué insinúas? ¿Que no hago bien mi trabajo?

- No insinúo nada. Te he preguntado si has estudiado las distintas razones que han podido influir en unos resultados tan malos.

- Pues yo he hecho lo mismo de todos los años.

- Ya, pero es que estos alumnos eran otros...


Es difícil asistir a diálogos como este entre un Jefe de Estudios y un profesor. No se suelen dar.

Los buenos maestros se reinventan cada año. Y van adaptando su proceder a las características de los alumnos y de la clase. Igual que un carpintero no trabaja igual con esta madera que con aquella.

Estoy convencido de que una de las claves para sostener las ganas de enseñar de un maestro es la convicción de su propia eficacia personal. Esto es, la creencia de que lo que hacen en el aula y fuera de ella puede hacer que a los alumnos les vaya bien. Y que lo que dejan de hacer no ayuda a que los alumnos aprendan, o aprueben. Quien cree esto da valor al estudio y al aprendizaje. A la búsqueda y a la formación. Hasta encontrar la manera de insuflar oxígeno en el fuego que, vete tú a saber por qué, anda medio apagado.

Los que no creen eso atribuyen los éxitos y los fracasos a la suerte, a lo que estudian o dejan de estudiar los alumnos, o a los cambios que la administración ha metido en el programa. Siempre miran fuera de ellos mismos. Se limitan a valorar lo que los alumnos contestan en los exámenes. Y nunca revisan su práctica docente.


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